El anuncio del siglo XXI lucía en los últimos años noventa como una gran paradoja donde convergerían la tecnología digital y su asombrosa capacidad para procesar y distribuir información con la vacuidad y frivolidad de un mundo lleno de asuntos efímeros e intrascendentes. De cierta manera, la sentencia sobre el "fin de la historia" parecía inminente. Esto no fue del todo cierto.
El primer golpe de sorpresa se dio el 11 de septiembre de 2001, cuando se entabló una nueva dicotomía maníquea, entre el Occidente capitalista y el Medio Oriente islamista. Se aparecía como el progreso, la modernidad y la tecnología contra la tradición, la antigüedad y la religiosidad. Acaso fue la primera década la de esta confrontación y la eliminación de la amenaza del terrorismo.
Diez años después, el mundo confrontado por el terrorismo no parece ser un paradigma para el siglo. Saddam Hussein y Osama bin Laden están oficialmente muertos y el presidente norteamericano Barack Obama está mucho más preocupado por los problemas internos del país que por los malandrines árabes. La debacle económica de las grandes naciones occidentales ha desatado un movimiento político social conocido como "los indignados" que se manifiestan en contra de la exagerada codicia de los grandes especuladores financieros. Por su parte, aquellos que se veían como los opuestos, el mundo árabe, también se ha visto aquejado por estos indignados, siendo depuestos líderes políticos cuasi monolíticos en países insignia como Egipto, Túnez y Libia, y la lista podría crecer.
Es un año de indignación, y no parece que irá a cambiar por lo menos en el próximo año. Cabe la pregunta ¿qué es indignación? ¿por qué indignarse? Quiero llevar estas dudas hacia un terreno de filosofía moral y la ética política. Esto es posible cuando se revisa la etimología de la palabra como antónimo de "digno", dignidad. Este valor, ampliamente hablado por los griegos y romanos, llevado al Cristianismo en el Medioevo, tuvo eco incluso en la propia Declaración Universal de los Derechos Humanos, cuyo principio elemental está en el respeto a la "dignidad y derechos". Es importante destacar que también se mencionan otros valores esenciales como la libertad y la igualdad, ambos enunciados en otro momento de indignación: la Revolución Francesa.
En este momento importante de la historia, el pueblo galo se indignó contra los también abusivos cortesanos aristócratas. Su estandarte ético fue "libertad, igualdad y fraternidad", valores en los que se fincó todo el devenir modernizador de los siglos XIX y XX. Sin embargo, no hubo un solo modelo político de estos siglos que pudiera cumplir con ello. El capitalismo occidental tomó como estandarte un modelo donde se privilegia la libertad, pero crea una sociedad bastante desigual y muy poco fraterna o solidaria. Su contraparte del siglo XX, el socialismo, fue un modelo que exaltó la igualdad, pregonó una falsa fraternidad -los camaradas rusos- y abolió toda forma de libertad. Ni qué decir de los totalitarismos, donde todos estos valores están supeditados a la fuerza del Estado.
Este fracaso ético del modelo moderno es el que está en crisis. De qué sirve la igualdad comunista si la infame burocracia engordó como los cerdos que anunciaba Orwell; de qué sirve la falsa fraternidad islamista de los tiranos que se apropiaron de países enteros y se regodearon con animales exóticos en los lugares más caros del mundo. De igual forma, estamos arrepentidos de un mundo capitalista que nos ha vendido que siempre será mejor ser libres ante todo lo demás, pero ha terminado por hacernos pobres y ha enriquecido a una minúscula y exultante minoría de capitalistas financieros que no se sacia con ello.
Si no podemos tener un mundo de libertad, igualdad y fraternidad; bien vale la pena levantar la voz para demandar el fin de los privilegios de unos cuantos en aras de alcanzar ese fin que es superior al de la triada moderna y francesa. La humanidad del siglo XXI quiere vivir con dignidad, que no es otra cosa que el respeto a la condición humana, a su facultad de ser y de existir en sus condiciones sociales, culturales; el derecho a una verdadera participación de la política y de la economía. Indignarse es hacerse digno uno mismo y mostrar como indigno que los políticos de hoy parezcan maniquíes de aparador, es evidenciar lo indigna que resulta la aspiración de todo CEO a comprar a su competidor, crecer su holding y volverse monopolio.
La ironía radica en que el vehículo fundamental para movilizar a las hordas de indignados ha sido justo la tecnología, aquélla que auguraba un mundo frío y separado, terminó por unirnos. Se privilegió la falta de control central en la red y esto se ha vuelto la clave para que los Mubarak y los Gaddafi, los Berlusconi y los Papandreu, dejen sus cargos y cedan ante nuevas expresiones de lucha política por la dignidad de los ciudadanos.
Así, Twitter se está convirtiendo en la Bastilla del siglo XXI. Indignez-vous!!
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