
Para nadie es secreto la crisis actual del libro. Ni escritores ni editores ni casas editoriales pueden hablar hoy día de un "negocio" en la industria editorial. Y qué decir en otros ámbitos de la creatividad como la música o el cine, que si bien no están en la decadencia del libro, sí han tenido que hacer cambios en la lógica de sus propias industrias. En el primer caso, vemos cómo cada día las casas disqueras arriesgan menos en lanzamientos de artistas mientras la piratería se ha convertido en su principal rival. En cuanto al cine, vemos como los negocios de renta de películas prácticamente no existen, pues los bucaneros de Tepito no rentan, sino venden a un precio mucho menor. Agregue a esta ecuación la proliferación de software para descargas por Internet para cualquiera de los tres productos (libro, música, cine), una forma muy sutil de piratería que termina por poner en jaque a la difusión industrializada de las ideas.
Pero del otro lado de la ecuación económica, la del consumidor, el fenómeno se presenta de forma muy distinta. Cómo hacer para comprar un libro, un disco o un DVD de 200 pesos o más cuando se gana esa cantidad en varios días de trabajo. Si en la calle ofrecen estos productos a un ínfimo precio, pocos se resisten a tan preciada tentación. A este tipo de consumidor de cultura poco o nada le preocupa la participación económica que debiera tener el creador de la obra, pero sí su propio bolsillo. Sin embargo, es preferible que consuma cultura a que se quede fuera de este ámbito.
El gran reto de nuestros tiempos en términos de propiedad intelectual consiste en respetar este derecho y permitir que el autor vea los frutos de su creación y reciba más beneficios por ello, pero también que el consumidor pueda obtener el producto original a precios accesibles. Es una ecuación mucho muy compleja, pero de no mostrarse ambas caras de la moneda, esta crisis seguramente se agudizará y terminaremos por perder este importante reconocimiento a los fabricantes de ideas.