Lo estético en la
posmodernidad
Desde inicios del
siglo XX, la gran característica del arte fue la provocación y el rechazo. Así
sucedió con los impresionistas y fauvistas en el ocaso del París de la Bella
Época; ni qué decir de las encontradísimas reacciones al orinal o la silla con
rueda de bicicleta de Marcel Duchamp en Nueva York; y en el ocaso del siglo XX,
aquella caja de zapatos de Gabriel Orozco en la Bienal de Venecia. Entre el rechazo y la
admiración, los artistas visuales de esta era fueron acuñando el término de
“anti-arte”, que en palabras del propio Marcel Duchamp “se basaba en una
reacción de indiferencia visual, con la total ausencia de buen o mal gusto (...)
de hecho una completa anestesia” (www.ciber-arte.com).
Lo que comenzó en
la estética de las academias parisinas influenció poco a poco a toda la
sociedad y se convirtió en un fenómeno digno de atención académica. Los llamados
filósofos posmodernos de origen francés, dieron cuenta de estos cambios que
implicaban alterar los principios fundamentales de la modernidad racional de la
Ilustración: se cancela cualquier utopía de progreso, el desencanto ocupa su
lugar; se enfatiza la satisfacción personal por la social, pasando ampliamente
por el consumo; el racionalismo pierde autoridad a manos de otras fuentes de
conocimiento como la espiritualidad y el esoterismo; el lenguaje, en manos de
los medios de comunicación, alcanza dimensiones insospechadas, pero al mismo
tiempo, la sobreinformación genera desinformación, estimulando el
individualismo pragmático.
Para efectos de
este trabajo, recuperaremos algunas de las ideas más importantes de tres
importantes representantes de esta corriente posmoderna del pensamiento
–también reconocidos como post estructuralistas, por la gran influencia que
ejercen en ellos pensadores como Althusser, Foucault o Derrida–. Nos interesan
las ideas sobre estética de Jean Baudrillard, las ideas sobre el personalismo
estético en Gilles Lipovetsky, y la noción de rizoma en los textos, expuesta
por Gilles Deleuze y Felix Guattari.
En primer lugar,
tomaremos a Baudrillard, quien incluso hace de la propia noción de antiarte
objeto de su análisis. Para él, el arte ha perdido su capacidad de representación,
quedándonos solo “del arte la propia idea del arte” (Baudrillard, 2006: p. 39).
El arte es complotista y busca ser un agente más de la falta de contrastes en
el mundo posmoderno. El arte contemporáneo es una simulación, es una
transestética que sólo transmite “obscenidad de la visibilidad, de la transparencia inexorable de todas
las cosas” (Baudrillard, 1997: p. 53). Su paradigma es, entonces, comunicar el
sinsentido, es un objeto que se desobjetualiza y se vuelve cómplice de la
máscara que disimula el desencanto del mundo.
Las ideas de Baudrillard bien pueden reforzarse con las ideas de Gilles Lipovetsky sobre las nuevas formas de individualización y personalización en la posmodernidad. Particularmente para este trabajo, nos interesa su idea sobre la estetización del individuo, a partir del resurgimiento de dos mitos: Eros, el amor seductor; y Narciso, el amor a sí mismo. Ambas nociones son ampliamente necesarias para la concepción del individuo posmoderno, que se construye a sí mismo a partir de amor propio y amor seductor. Esta construcción erótico-narcisista es palpable a partir del fenómeno de la moda, asunto altamente efímero y frívolo, pero indispensable para la vida en la era posmoderna (Lipovetsky, 2007). Sin embargo, el autor se mantiene optimista al respecto; concede que la época también contiene una nueva idea de la ética, donde hay una consideración por la otredad para la propia subsistencia. Esta noción ética lipovetskiana está fuertemente relacionada con la del “consumo ético” plantada por Zizek, donde el individuo, altamente consumista, prefiere consumir aquello que se diga benéfico para el planeta o algún grupo desfavorecido en el mundo (Zizek, 2010).
Por último, y en
complemento a lo anterior, queremos rescatar la idea de “Rizoma” de Deleuze y
Guattari. En la introducción a Mil
Mesetas (Deleuze, 2000), los autores plantean que el libro, herramienta
fundamental para la fundación de la Modernidad, fue concebido como una raíz,
donde el conocimiento parte de un origen común y se va subdividiendo y
estableciendo en taxonomías perfectamente ordenadas para organizar las ideas.
Esta noción se altera en la Posmodernidad. El libro no tiene más una lógica
arbórea, sino el de un rizoma (como los filamentos entrelazados del tubérculo,
o las complejas redes de interconexión que presentan los túneles de los topos o
los perritos de la pradera). En esta nueva concepción de la escritura y del
conocimiento, Deleuze y Guattari piden “escribir a n-1” (Delueze, 2000: p. 12); esto es,
siempre antecediendo a la multiplicidad de interconexiones que se derivan de la
primer noción. De alguna manera, los autores están anticipando la era del
hipervínculo –es un texto de la década de los ochenta–, donde el texto deja de
ser raíz y se vuelve este rizoma de interrelaciones infinitas, donde todo tiene
que ver con todo y nada es absoluto.
Es bajo estos
preceptos que podemos comprender la Posmodernidad, donde impera el arte no
objetual y transgresor hasta de sí mismo; cómplice de la superestetización del
individuo y de la desestetización del arte mismo; de una concepción atómica de
un sujeto consumista, pero ético; que se adentra en el texto con una lógica de
interconexión que supera cualquier intento de jerarquización de la información.
Bajo estos parámetros, la música también altera sus propios formatos, pues su
apropiación, consumo y distribución se modifica sustancialmente.
Las nuevas relaciones de lo local y lo global
El afamado periodista y corresponsal del New York Times, Thomas L. Firedman,
plantea en un muy interesante libro una de las grandes dicotomías de la
posmodernidad. En el propio título de la obra en inglés (The Lexus and The Olive Tree; Friedman, 1999) se puede percibir
esta gran contradicción. La posmodernidad es, por un lado, productora de los
acercamientos entre los distantes; es causa y efecto de las grandes tecnologías
totalizadoras como la computadora, los teléfonos móviles y el Internet; pero,
por otro lado, ha traído consigo un mayor aprecio a lo culturalmente propio, a
la preservación del grupo social original y de los valores y objetos que le
pertenecen. Es así como el Lexus, el auto hipermoderno del Japón, se confronta
al árbol de olivo, altamente representativo de la estirpe judía.
Esta es la gran confrontación de la llamada “globalización
cultural”, o como lo expresaría Ulrich Beck, la “glocalización”, donde lo local
y lo global se unen, pero se rechazan al mismo tiempo (Beck, 2004). En nuestros
países latinoamericanos, esta se expresa con claridad en la noción de culturas
híbridas de García Canclini, donde lo culto, lo popular y lo masivo conviven
cotidianamente para reconformar nuestras culturas posmodernas. Es un constante
McDonald’s contra Macondo (García Canclini, 2002), que termina por generar una
profunda “fragmentación de identidades”, como lo dice Comas D’Argemir. Entre
más se trata de homogeneizar el mundo a través de productos culturales cargados
con la etiqueta de lo global, los individuos buscan más los referentes locales
para reafirmarse, pero estos terminan por estar impregnados también de los
efectos globales. Por más que se busque preservar por preservar, se termina por
hacer reestructuración de lo local ante lo global para hacerlo sobrevivir
(Comas D’Argemir, 2002: p.100)
Todos estos complejos y entramados
sistemas de conexión entre global y local, de hibridaciones y fragmentaciones,
terminan por modificar el sistema cultural. Comas D’Argemir habla de los
productos culturales étnicos como “alternativos” a los del sistema mundial. En
una investigación previa, ya nosotros habíamos trabajado con la noción de
culturas alternativas, cuya origen gramsciano nos sitúa en un contexto de hegemonía
contra alternatividad. Sin embargo, el concepto es ahora más permeable, se
vuelve un capital cultural de reserva que “ha sido excluido de la cultura hegemónica, pero mantiene un sistema de
entradas y salidas no reguladas que la mantienen en relación con el centro
cultural” (Cerrillo, 2007: p. 146).
La posmodernidad y la glocalización en el mercado de la música
Todas las nociones
teóricas que hemos revisado hasta ahora no se hicieron palpables en el entorno
de la música sino hasta el advenimiento en los años noventa del fenómeno
Napster. Recordemos que esto se trató del primer sistema de descargas masivas e
ilegales de música por Internet bajo el sistema peer-to-peer, con lo que se vino a la baja la tendencia ganadora
que por décadas había mantenido la industria discográfica y que le permitía
manejar todo el entorno de la música, pues el éxito comercial de los artistas
dependía totalmente del disco:
Fuente: Ehrlich, Brena (2011)
Pese a los
intentos de la industria discográfica por contrarrestar los efectos del sistema
de descargas iniciado por este sitio digital, este cambio llegó para quedarse.
No obstante las demandas encabezadas por algunos artistas como Metallica, ni el
lanzamiento de sus propios portales de descargas y la virtual desarticulación
de Napster, los sitios de descarga proliferaron y los medios de intercambio no
comercial se multiplicaron. El disco dejó de ser el medio de distribución y
consumo ideal para el mercado de la música y dio paso a nuevas formas de
gestión de la música. La proliferación de software de audio para computadoras
caseras y la llegada de sitios de distribución personal de música, como
MySpace, habían dado lugar a un sistema de autoproducción y autodistribución de
la música, abriendo la línea de consumo hacia ámbitos donde la remuneración
económica pasaba a segundo término. El rizoma había llegado al mercado de la
música y el sistema arbóreo que representaban las compañías disqueras estaba
herido de muerte.
Así como el total
del mercado de la música se alteró ante la presencia de los formatos digitales,
también vimos suceder cambios en la valoración y comercialización de las
músicas folclóricas. Estos cambios se anunciaron con mucha anticipación, cuando
algunos artistas del ámbito del rock y la música moderna habían introducido a
su trabajo instrumentaciones o estructuras musicales “exóticas”, como las
cítaras indias con artistas como los Beatles o los Rolling Stones, el gran auge
del latin jazz en la segunda mitad
del siglo XX y el paulatino reconocimiento de artistas de países asiáticos (Ravi
Shankar, Fairuz), africanos (Cesária Évora, Miriam Makeba) o latinoamericanos (Tito
Puente, Celia Cruz) en el mercado internacional de la música.
Ya en los años
ochenta, este “descubrimiento” de las músicas locales ya tenía el apelativo de
Worldbeat, ritmos del mundo. Artistas como Peter Gabriel no sólo incorporaron
músicos de otras latitudes a su equipo (Manu Katché), sino a colaborar
directamente en el festival WOMAD (World of Music, Arts and Dance) y crear la compañía
disquera Real World en 1989, cuyo interés se centra en las músicas étnicas del
mundo.
El mejor ejemplo del desarrollo del
WorldBeat y la World Music está, sin lugar a dudas, en la compañía disquera
Putumayo. Creada a inicios de los noventa, desde su propia concepción, se trató
de un proyecto dirigido a retomar las músicas del mundo y llevarlas al mercado
internacional, en un formato más contemporáneo y atractivo al consumidor. La
innovación comercial que representa Putumayo lo ha llevado al punto de diversificar
sus puntos de venta, como el hecho de contar con un exhibidor en las cafeterías
Starbuck’s, lo cual en términos descritos por Kasabian se convierte en un
“turismo distribuido”, donde se inserta a la música en el proceso de
sobreinformación y su consecuente desinformación que conforma al individuo
posmoderno (Kasabian, 2004).
De igual manera, el acercamiento de
Putumayo con Starbuck’s tiene su componente ético. La empresa cafetera se
promueve como gestora del comercio justo, pues dice comprar el grano de café a
productores pequeños sin beneficiar a los distribuidores intermediarios que
suelen quedarse con las mayores ganancias. El propio Zizek califica el acto de
consumir en Starbuck’s como una “limpia del karma cultural” (Zizek, 2010). En
este mismo sentido se justifica la presencia de Putumayo en sus tiendas, pues
comprar sus discos es como apoyar a los pequeños productores de música del
mundo sin recurrir a los voraces distribuidores intermediarios.
La sociedad entre Starbuck’s y Putumayo
no es solamente comercial, sino ideológica. Como lo indican Zuik y Martínez, “la
introducción de las músicas étnicas en el mercado no es ingenua. Su ingreso
supone pasar a formar parte de la World Music como producto globalizado,
perdiendo idiosincrasias y marcas identitarias” (Zuik, s/f, p. 3). El paso de
las músicas folclóricas por los filtros occidentalizadores que representan las
disqueras como Real World o Putumayo. La música que emana de la world music es una suerte de “folklore light”, se le quitan ciertos condimentos
para evitar indigestiones al consumidor. En este mismo sentido, Martí afirma
que “el concepto de world music sirve
para cantar la diversidad, pero al mismo tiempo para encuadrar esta diversidad
dentro de unas estructuras de jerarquía social” (Barañano, 2003: p.4).
Sin embargo, no podemos dejar de lado
lo que también representa el advenimiento de esta World Music, que es la
oportunidad de insertar lo local en lo global, de llevar al mundo un fragmento
de los ritmos, instrumentaciones y composiciones del entorno inmediato para
orgullosamente mostrarlo al resto del mundo. En las palabras de Francisco
Cruces, con la World Music “por fin se ha construido lo que la etnomusicología
soñó: un oyente omnisciente, panóptico, que tiene todas las músicas del mundo
disponibles a su alcance” (Barañano, 2003: p. 10). El hecho de insertar el arte
y la música en un sistema rizomático de información se asume también como una
ventana de oportunidad, como la opción para lograr difusiones de trabajos que
antes se restringían por su ubicación espacial. En esta lógica se inserta el
trabajo de Mariachi Rock-o.
Mariachi rock-o:
el proyecto
Antes que nada, debo confesar que conocí Mariachi Rock-o en una tarde de
divagación en la Internet, en el gran libro rizomático de Deleuze. En esencia,
el proyecto consiste en retomar canciones exitosas en el entorno del rock y
arreglarlas para mariachi. Hay temas clásicos (“Something”–The Beatles, “Space Oddity”–David Bowie, “Europa”–Santana);
otros más recientes (“Close to me”–The Cure, “All these things I’ve done”–The
Killers, “Viva la Vida”–Coldplay)
y también rock en español (“Hijo de la Luna”–Mecano, “Bocanada”–Gustavo Cerati). Para realizarlo, juntaron
mariachis y roqueros para la grabación. Colaboran, entre otros, los mariachis
Vargas de Tecalitlán, el Sol de América, Embajador, Nuevo Tecalitlán; y por
parte de los roqueros, Ugo Rodríguez (Azul Violeta), Juan Son (Porter), Sheila
Ríos (corista de Maná), etc. Cabe mencionar que todos los músicos, mariachis y
roqueros, son de Jalisco. Asimismo, es importante hacer notar que buena parte
de la promoción del proyecto se hace a través de la Internet –no fue fortuito
mi hallazgo a través de este medio–, siendo los medios tradicionales apenas un
apoyo para la difusión del trabajo, según nos comentaron los propios creadores.
El proyecto surgió
en 2009, y fue ideado por Alejandro Pérez y Fernando Chávez, a partir de ver
juntos a Juanes y Metallica en la entrega de los MTV Latinos. La fusión
resulta, sin lugar a dudas, altamente controversial:
La barrera del prejuicio
es difícil de romper. Casi tan ardua como el hecho de aventurarse a realizar un
disco en donde convivieran ambos estilos, que si algo podrían tener en común en
primera instancia es que han trascendido un género musical para ser, tanto el
rock como el mariachi, una cultura en sí mismos: no se refieren sólo a notas,
melodías o instrumentos, sino que hablan de un estilo de vida, de una forma de
comprender el entorno. (blogs.iteso.mx)
Este claro ejemplo
de glocalización nos muestra la gran dificultad que implica atreverse a lanzar
una fusión de estas magnitudes, pues no es la música en sí –ni los roqueros ni
los mariachis se atreverían a negar la universalidad de la música–, sino toda
la carga cultural que detrás de ello se viene.
Para efectos de
esta investigación, logramos una entrevista vía Internet con Alejandro Pérez,
uno de los creadores de esta idea. Sobre la motivación para realizar este
proyecto, nos dijo que se busca “una nueva manera de acercar el mariachi
a la gente que no lo conoce, a las nuevas generaciones y al público de otros
países. Asimismo, pretenden “mostrar
que este arreglo de instrumentos tiene una belleza enorme y que la música que
se ha generado en México bajo este arreglo tiene una personalidad única en el
mundo”. Cuando le pedí que aplicara calificativos para su proyecto, eligió
adjetivarlo como “mexicano, moderno e innovador”. La
pregunta más sustanciosa para lo planteado en este trabajo se centró en su
visión sobre el patrimonio cultural, si éste debe preservarse o renovarse. A
ello, Alejandro nos contestó: “el mariachi debe
preservarse y renovarse, en
otras palabras debe de crecer. ( Eso pensamos los que lo valoramos ).
La falta de alguna de las dos actividades lo orilla al olvido”[1].
Sin
duda alguna, con estas respuestas podemos plantearnos muchas preguntas a partir
del marco teórico que hemos tratado de donar al inicio de nuestra exposición.
Conclusiones
Como
podemos notar, en la propia visión de sus creadores se encuentran muchas de las
cuestiones que hemos desarrollado en este trabajo. Mariachi Rock-o es, sin
lugar a dudas, un claro ejemplo de la posmoderna confrontación entre tradición e
innovación, ampliamente desarrollada por Friedman. Desde el surgimiento de la
idea, existía en los creadores la conciencia de este enfrentamiento; sabían
que, al ser cada uno de los dos ámbitos musicales a combinar (rock y mariachi)
corresponden a entornos de vida distintos y su combinación podría ser
insultante para algunos. Sin embargo, el resultado parece ser positivo y se ha
acogido muy bien tanto en lo local como en lo global. Bien podríamos
catalogarlo como una forma de conciliación entre el Olivo y el Lexus. Es, también,
una propuesta de “glocalización” de la música mexicana. El hecho de buscar que
el formato de mariachi se utilice para temas ampliamente conocidos en el mundo
gracias a su origen en el rock anglosajón, permite a esta expresión de la
música mexicana buscar nuevas latitudes, donde la limitante del idioma no le
permitía estar. Si bien también es ese “folklore light” al que nos referimos en el texto, tampoco podemos negar que
la música se redimensiona con este ejercicio.
Sobre
su carácter rizomático, no debiera existir duda alguna. El hecho de que éste
haya sido ampliamente difundido por Internet y las redes sociales (MySpace,
Facebook, etc.) nos muestra que pretende romper con los sistemas tradicionales
del mercado de la música; no hay más una disquera, sino un modelo de
autogestión que abarca la producción y distribución del contenido musical. Esta
cuestión ha hecho que su alcance sea radicalmente distinto al que hubiera
alcanzado bajo un esquema tradicional de distribución. El rizoma le permite llegar
a lugares insospechados. Tan solo en su sitio de Facebook se muestran
comentarios de Colombia y Argentina, lo cual demuestra su carácter global y
rizomático al mismo tiempo. La lógica de mercado de la era post-napster faculta
a los creadores del concepto para no solo crearlo y detallarlo, en sus manos
está gestionarlo, promocionarlo, distribuirlo.
No
dudo que ante esta exposición haya reacciones de rechazo; desde el
planteamiento sabíamos que esto era provocador en ambos sentidos. No
pretendemos ofender ni rebajar la valía de una música cuya representatividad ha
traspasado la barrera regional –el Occidente mexicano– hasta ser un referente
internacional de nuestro país. Es justo ahí donde vale la exposición, aún con
la controversia.
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